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The Vines nacieron en el caos. No del caos como metáfora, sino del ruido literal de un garaje en Sídney, donde Craig Nicholls, cantante, guitarrista y torbellino humano, empezó a escribir canciones con la furia de quien no sabe si odia o adora el mundo. Formados oficialmente en 1994 junto a Patrick Matthews (bajo) y David Oliffe (batería), su historia parece una explosión detenida en cámara lenta, brillante, breve, desordenada y absolutamente sincera.
Su debut Highly Evolved (2002) los presentó como herederos naturales del grunge, aunque con un espíritu que recordaba más a The Beatles pasados por la trituradora de Nirvana. Era un álbum urgente, hecho de riffs que parecían estar a punto de colapsar. El público los abrazó de inmediato, y la crítica los puso en el centro del revival del rock alternativo. Nicholls, sin embargo, parecía más interesado en sabotear su propio mito que en sostenerlo.
Las giras se convirtieron en un teatro de autodestrucción, conciertos interrumpidos, insultos a periodistas, peleas con su propio sello. Era rock ‘n’ roll en su forma más pura y más incómoda. Winning Days (2004) y Vision Valley (2006) mostraron que había talento real bajo el ruido, con melodías que podían ser tan delicadas como feroces. Pero la salud mental de Nicholls, diagnosticado años después con el síndrome de Asperger, le dio a toda la narrativa un peso distinto: no era el típico frontman caótico, sino alguien atrapado entre sensibilidad extrema y una industria sin paciencia.
Los años siguientes fueron una batalla constante entre el impulso creativo y el agotamiento. Melodia (2008) y Future Primitive (2011) confirmaron que The Vines seguían siendo capaces de crear rock poderoso, aunque ya lejos de los focos. La banda se fragmentó, se reformó, y se volvió a fragmentar. Nicholls siguió grabando, cambiando de músicos como quien cambia de piel, aferrado a su visión con obstinación casi romántica.
En 2014, Wicked Nature, autoproducido y lanzado de manera independiente, mostró a un Nicholls más sobrio, pero igual de visceral. La crítica lo recibió como un regreso digno de quien nunca había terminado de irse. Después, el silencio. Y en ese silencio, la figura de The Vines se convirtió en algo más interesante que una banda: un recordatorio de lo que el rock era antes de ser domesticado.
The Vines no fueron solo un grupo de garage revival; fueron un recordatorio del desorden emocional que da origen a la música. Demasiado ruidosos para el pop, demasiado melódicos para el punk, demasiado impredecibles para la industria. Craig Nicholls, con su voz quebrada y su mirada entre furiosa y perdida, quedó como el emblema de un tiempo en que ser inestable era una forma de verdad.
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