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Suede siempre parecieron venir de un lugar a medio camino entre la realidad de los suburbios ingleses y un universo paralelo lleno de glamour decadente. La banda nació en Londres a finales de los años ochenta, cuando Brett Anderson (voz) y Mat Osman (bajo), dos amigos obsesionados con Bowie, Roxy Music y The Smiths, empezaron a escribir canciones que hablaban de la vida urbana con un dramatismo ambiguo, a menudo sexual. Pronto se sumó Justine Frischmann a la guitarra, compañera sentimental de Anderson por entonces, y poco después llegó Bernard Butler, un guitarrista que parecía canalizar tanto a Johnny Marr como a Mick Ronson. Con Simon Gilbert en la batería, el esqueleto de Suede estaba ya armado para entrar en los noventa con la arrogancia necesaria.
En un Reino Unido que todavía no sabía que iba a inventarse el britpop, Suede fueron la chispa que encendió la mecha. Desde sus primeras maquetas llamaron la atención de la prensa: Melody Maker les dedicó una portada en 1992 proclamándolos “la mejor nueva banda británica”. La exageración no era gratuita. Anderson, con su voz andrógina y pose teatral, y Butler, con su talento guitarrístico desbordante, formaban una dupla magnética. El grupo recuperaba el dramatismo glam de los setenta y lo mezclaba con el desencanto de las ciudades británicas en recesión.
El debut homónimo Suede (1993) fue un torbellino, oscuro, lírico y abrasivo, ganó el Mercury Prize y puso a la banda en el centro de todas las miradas. Canciones como “Animal Nitrate” o “So Young” eran himnos de deseo y confusión, al mismo tiempo pegadizos y perturbadores. La relación creativa entre Anderson y Butler se intensificó en el segundo disco, Dog Man Star (1994), una obra ambiciosa, llena de atmósferas opulentas, cuerdas y guitarras dramáticas. Pero esa misma tensión acabó en ruptura: Butler dejó la banda en plena grabación, lo que convirtió el álbum en un testamento de una relación artística al borde de la implosión. Con el tiempo, Dog Man Star se consolidó como uno de los discos más oscuros y monumentales de los noventa británicos.
Tras esa crisis llegó Richard Oakes, un adolescente prodigio que supo dar continuidad al legado guitarrero. Con él, Suede viró hacia un sonido más luminoso y accesible: Coming Up (1996) fue un desfile de singles radiantes (“Trash”, “Beautiful Ones”, “Saturday Night”) y convirtió al grupo en superestrellas en toda Europa y especialmente en Asia. La nueva etapa consolidó a Neil Codling (teclista y guitarrista), que aportó un matiz melódico esencial.
Sin embargo, la fama también trajo desgaste. Head Music (1999) abrazó la electrónica con resultados desiguales, y A New Morning (2002) fue recibido con frialdad. Exhaustos y con problemas personales (Anderson había lidiado con adicciones), Suede se disolvieron en 2003. Durante un tiempo pareció que su historia se quedaba como un capítulo glorioso de los noventa.
El giro inesperado llegó en 2010, cuando la banda se reunió para un concierto benéfico. Lo que empezó como una celebración puntual se transformó en una segunda vida. Desde Bloodsports (2013), Suede retomó su identidad con madurez, equilibrando la energía glam con un lirismo introspectivo. Discos como Night Thoughts (2016), con su acompañamiento cinematográfico, y The Blue Hour (2018), cargado de dramatismo orquestal, mostraron a un grupo que no buscaba repetir el pasado, sino expandirlo. En 2022, Autofiction los presentó en modo crudo y directo, casi punk, como si la urgencia adolescente nunca se hubiera apagado del todo.
Hoy Suede se ven como algo más que pioneros del britpop. Son una de las bandas británicas que mejor han captado la mezcla de glamour y sordidez, de deseo y ruina, de melodía luminosa y letra oscura. La imagen de Brett Anderson arqueándose con el micrófono en mano sigue siendo uno de los iconos de una época, pero la banda ha logrado escapar de la nostalgia para seguir escribiendo capítulos nuevos, en los que la intensidad dramática nunca se negocia.
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