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Interpol nacieron en Nueva York a finales de los noventa, cuando el ruido del grunge se apagaba y la ciudad buscaba una nueva voz que sonara moderna pero también atemporal. Formada en 1997 por Paul Banks (voz y guitarra), Daniel Kessler (guitarra), Carlos Dengler (bajo y teclados) y Sam Fogarino (batería), la banda se convirtió en el núcleo sombrío del renacimiento post-punk del siglo XXI. Su estética era precisa: trajes oscuros, luces frías, letras enigmáticas y un sonido que combinaba la rigidez arquitectónica de Joy Division con la melancolía elegante de The Chameleons y The Cure.
Desde el principio, Interpol fueron una anomalía fascinante en la escena neoyorquina. No eran ruidosos ni provocadores, sino intensamente contenidos. Cada canción parecía tallada en piedra, guitarras angulares, bajos que caminaban con precisión quirúrgica y la voz grave de Banks, que sonaba como si hablara desde un sótano existencial. Su debut Turn On the Bright Lights (2002), lanzado por Matador Records, fue un impacto inmediato, la crítica lo aclamó como un clásico instantáneo y lo situó entre los grandes debuts del indie moderno.
A partir de ahí, Interpol construyeron una carrera marcada por la coherencia y la introspección. Antics (2004) llevó su sonido a un lugar más directo y accesible, con himnos como Slow Hands y Evil, sin perder la elegancia melancólica que los definía. Our Love to Admire (2007), su primer trabajo con una gran discográfica, Capitol Records, amplió el espectro sonoro con una producción más grandiosa y arreglos casi orquestales. Aunque ese cambio dividió opiniones, el disco confirmó su capacidad de reinventarse sin traicionar su esencia.
Tras la salida de Dengler en 2010, la banda continuó como trío. Interpol (2010) fue un regreso a la oscuridad minimalista, mientras El Pintor (2014) (título que es un anagrama del propio nombre del grupo) mostró a un conjunto que aprendía a respirar de nuevo, más melódico y emocional. Marauder (2018) y The Other Side of Make-Believe (2022) profundizaron en un sonido más humano y expansivo, menos gélido pero igual de introspectivo, demostrando que la madurez también podía tener filo.
Lo que distingue a Interpol no es la nostalgia, sino su capacidad de hacer del control una forma de intensidad. Son arquitectos del desasosiego, su música no grita, sino que murmura con gravedad y precisión, y en ese susurro hay algo inquietante, casi hipnótico. A lo largo de más de dos décadas, han mantenido una estética imperturbable, convirtiéndose en uno de los grupos más consistentes y misteriosos de su generación.
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