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Placebo son, desde los noventa, los alquimistas del desconsuelo. Una banda que hizo de la melancolía una forma de belleza eléctrica. Formados en Londres en 1994, en un pequeño cruce de destinos y frustraciones artísticas, el grupo nació cuando Brian Molko (voz, guitarra, androginia militante) y Stefan Olsdal (bajo, seriedad nórdica) se reencontraron por casualidad en el metro. Ambos habían coincidido fugazmente en la escuela, y el universo decidió darles una segunda oportunidad. Al poco tiempo se unió Robert Schultzberg a la batería (más tarde sustituido por Steve Hewitt, con quien alcanzarían la alineación clásica). Desde el principio, Placebo no se parecían a nadie: ni al britpop dominante ni al grunge que agonizaba. Eran algo distinto, más turbio y vulnerable.
Su sonido inicial, anguloso, crudo, tenso, estaba impregnado de guitarras saturadas, líneas de bajo que parecían latir y letras que hablaban sin tapujos de drogas, deseo, identidad y autodestrucción. En pleno panorama de britpop masculino y seguro de sí mismo, Placebo eran lo opuesto: ambiguos, frágiles, provocadores. Donde otros cantaban sobre fútbol y fiestas, Molko cantaba sobre alienación y placer culpable.
El debut homónimo de 1996 fue un golpe a la mandíbula del mainstream. Canciones como “Nancy Boy” o “Bruise Pristine” convirtieron al grupo en emblema de la outsider generation: adolescentes, queer, drogadictos, insomnes y románticos. La prensa los amó y los odió con la misma intensidad; el público, sin embargo, entendió que allí había verdad.
Con los años, Placebo fueron expandiendo su universo, del ruido juvenil al drama orquestal, del underground a la realeza alternativa. Without You I’m Nothing (1998) fue su consagración emocional (con un dúo con David Bowie, que los adoptó como herederos legítimos del glam introspectivo). A partir de ahí, cada álbum fue una nueva mutación: Black Market Music como manifiesto existencial; Sleeping with Ghosts como su tratado de amor y memoria; Meds como el derrumbe químico y espiritual.
En los 2000 sobrevivieron al cambio de siglo sin perder su identidad, mientras el rock se llenaba de ironía, ellos siguieron sangrando en serio. Tras la marcha de Hewitt y la llegada de Steve Forrest, Placebo se reinventaron con Battle for the Sun (2009), una especie de resurrección luminosa dentro de su propio nihilismo.
Luego, Loud Like Love (2013) mostró su intento de reconciliarse con la esperanza, aunque con las cicatrices aún visibles.
Con Never Let Me Go (2022), Molko y Olsdal regresaron tras casi una década de silencio con un disco maduro, lleno de ansiedad climática, desafección digital y compasión por el caos humano. Su sonido seguía siendo reconocible, pero ahora parecía observar el mundo desde un punto de cansancio lúcido, casi profético.
A lo largo de su trayectoria, Placebo no han dejado de ser un espejo incómodo: reflejan el deseo, la ambigüedad y la soledad de quienes no encajan. Molko, con su voz a medio camino entre el lamento y el desafío, se convirtió en icono involuntario de toda una generación queer y emocionalmente exhausta. Olsdal, el equilibrio nórdico que mantiene el edificio en pie. Sus letras, sin moral ni consuelo, funcionan como confesiones postmodernas: belleza entre residuos, ternura entre agujas.
En el fondo, Placebo son una paradoja bellísima: una banda que suena enferma y vital al mismo tiempo, devastada y luminosa. Han mutado del hedonismo a la introspección, del dolor privado al comentario social, pero siempre con la misma intensidad sensorial. Donde otros fingen sentir, ellos realmente se exponen.
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